En octubre de 2009, el Gobierno Nacional lanzó oficialmente el llamado Plan Tierras.1 El objetivo de dicha política pública era la intervención de aproximadamente 2,5 millones de has. de tierra en 4 años para alcanzar una estructura de tenencia de la tierra más equitativa.
Hoy, la región de la costa ecuatoriana presenta los niveles más altos de concentración de la tierra, especialmente a nivel cantonal. Solamente en el cantón Guayaquil, 64 Unidades de Producción Agraria (UPAs) concentran casi el 50% del total de la tierra, a pesar que solo representan alrededor del 3% del total de las UPAs (Cepeda y Maldonado, 2010). Además, las provin- cias que registran un alto grado de prevalencia de la gran propiedad son fundamentalmente zonas de asentamiento de la agroindustria nacional, dinámicamente articuladas a los mercados de agro-exportación: las provincias de Guayas, Los Ríos y El Oro están ligadas a la producción de banano; Esmeraldas, a la palma africana; Guayas, a la caña de azúcar; y Santa Elena, a cultivos varios de encadenamiento agroindustrial. Por lo tanto, la decisión de ejecutar el Plan Tierras se inscribía como una medida de avanzada y necesaria.
Entre los diferentes componentes del Plan Tierras se incluye la distribución de 20 mil has. de tierra estatal. Esta decisión provocó algarabía, euforia y grandes expectativas de acceder a tierras (Yulán, 2011), especialmente a aquellas que durante los años noventa fueron utilizadas para la expeculación financiera, responsable, en gran parte, de la crisis bancaria vivida en Ecuador a principios del nuevo siglo.